Emmanuel Barot.
El “comunismo” ha regresado estos
últimos años a la escena pública, emblemáticamente bajo el rostro
de una “Idea” en torno a la cual se mueven algunos grandes
nombres de la “izquierda de la izquierda” europea. ¿Qué hacer,
entonces, para que la Idea se reapropie de las masas –es decir, que
esas masas se reapropien de ella, le hagan perder su mayúscula y que
vuelva a ser una fuerza material–?
“No hay nada más difícil de
emprender, ni más dudoso de lograr, ni más peligroso de manejar que
aventurarse a introducir nuevas instituciones; porque quien las ha
introducido tiene como enemigos a todos aquellos que se beneficiaban
con el viejo orden, y sólo tiene tibios defensores en aquellos que
se benefician con el nuevo orden. La tibieza en ellos proviene por un
lado del temor a los adversarios que tienen la legislación antigua
de su parte, también por otro de la incredulidad de los hombres en
las cosas nuevas si no ven ya realizada una experiencia segura”. Maquiavelo, El príncipe, 1513
Se lo creía definitivamente enterrado
con el muro de Berlín, y sin embargo, gracias a una conflictividad
social proporcionada por los efectos de la crisis del capitalismo
mundial, el “comunismo” ha regresado estos últimos años a la
escena pública, emblemáticamente bajo el rostro de esta “Idea”
en torno a la cual, luego de una ambiciosa “Conferencia de Londres”
en 2008, se mueven algunos grandes nombres de la “izquierda de la
izquierda” europea (Badiou, Zizek, Negri, Balibar, etc.). Muy
plástica, esta Idea se benefició del estancamiento del
altermundialismo al recombinar algunas de sus mayores ilusiones: en
esas “multitudes” que supuestamente hacen la revolución en un
Imperio acéfalo, mediante las redes sociales y “sin tomar el
poder”, o también en las virtudes salvadoras de “Acontecimientos”
que saltean milagrosamente la prosaica pesadez histórica, ilusiones
que germinan de la supuesta descomposición del “Sujeto”
proletario de la historia. Pero el gran relato ideológico del
postmodernismo se ha quitado la máscara, y el postmarxismo de la
Idea se estrella contra las experiencias contemporáneas de
autogestión y de control obreros, y más ampliamente contra esas
contagiosas indignaciones y semirrevoluciones que, desde 2011,
manifiestan cada vez un poco más que, detrás de la convergencia de
las aspiraciones de estos pueblos en rebeldía, hasta e incluyendo
los contrastes visibles directamente sobre sus formas espontáneas,
en última instancia sigue jugándose el drama histórico de las
clases en lucha.
Desde luego, en un capitalismo más
desinhibido que nunca, ese regreso de la Idea ha marcado un paso en
la salida de la autocensura y la culpabilidad histórica asociadas al
estalinismo y sus abortos, y en la letra, ha alimentado ese “arte
estratégico” por el que Bensaïd militó hasta el final (aunque
eso no siempre haya sido suficiente para disociarlo claramente de
esos prosistas de moda). Pero, ¿a qué precio, en verdad? De la
letra al espíritu, y del espíritu a la acción, el abismo es
inmenso, quizás infranqueable.
1. Al son de “la Idea”, bajo un
aspecto “marxiano”, comunismos sin socialismo y sin política.
El “comunismo” como reparto y
puesta en común de los principales medios materiales de existencia
(ante todo, la tierra) ha sido el destino transitorio, bajo formas
relativamente rudimentarias, de algunas sociedades primitivas. Luego
se ha convertido en una aspiración esencialmente moral, a veces
cruzada con el cristianismo, y bajo la forma de ciudades ideales
desde la antigua república de Platón hasta la Icaria de Cabet
pasando por la isla de Utopía de Tomás Moro. El comunismo no se ha
enunciado como verdadero proyecto político hasta el siglo XIX, en la
estela de 1789: espectro de la destitución del capitalismo en auge,
rechazo ofensivo al destino atroz que este infligía a su “secreto
vergonzoso”, fuente sobreexplotada de su riqueza y de su desarrollo
planetario, el proletariado, nacido de un “pueblo” que antaño
había unido fuerzas sociales de contornos inciertos contra el
feudalismo, y en lo sucesivo separado en clases absolutamente
antagónicas. Por eso Engels en los Principios del comunismo en 1848
lo definía como la “negación” del poder burgués y,
positivamente, como la “teoría de las condiciones de la liberación
del proletariado”, resumiendo así el contenido del nuevo “Partido” histórico a apropiarse del que Marx y
él escribían entonces el Manifiesto.
Entre los años 1830-40 de génesis de
su contenido político, y los debates de la Primera Internacional
luego de la socialdemocracia alemana, usaron los dos términos
“comunismo” y “socialismo” a veces como sinónimos, o
haciendo variar el sentido de su distinción, incluso solo utilizando
uno de los dos. Frente a los modelos industrial-cooperativistas de
Owen y Saint-Simon, a los falansterios de Fourier, poco a poco se
impuso el emblemático “socialismo científico” del que, sin
embargo, La ideología alemana ya había fijado lo esencial con el
término “comunismo”, entonces planteado como sinónimo de
“materialismo práctico”, y como “ni un estado que debe ser
creado, ni un ideal al que debe ajustarse la realidad”, sino al
contrario el “movimiento real que suprime el estado actual”,
cuyas “condiciones” “resultan de las premisas actualmente
existentes”. Pero un movimiento orientado por los proletarios según
una meta consciente, un objetivo, un fin, aunque sea aproximativo:
una nueva asociación de hombres desalienados, liberados de la
propiedad privada y de la mercantilización de su ser individual y
social, basado en un nuevo modo de producción racionalmente
planificado habiendo abolido las clases y el Estado. Solo con Lenin
en El Estado y la revolución el “socialismo” es homologado
formalmente (y en el doble contexto muy particular de la situación
rusa y del verano de 1917) con la fase transitoria de la dictadura
del proletariado, preludio “inferior”, económico-estatista, del
comunismo considerado como su “fase superior”.
La distinción fue canonizada y
utilizada luego por el contrarrevolucionario “socialismo en un solo
país”, que finalmente se hundió antes del pasaje previsto al
estadío final. Desde entonces, cuando un Badiou habla del comunismo
auténtico sugiriendo que no tiene nada que ver con la historia de
ese “socialismo” reducida al estalinismo, ¿qué otra cosa hace,
sino acompañar la misma antidialéctica? Él se dice postmarxista,
mientras que otros ahora se dicen “marxianos” y pretenden separar
la paja del trigo, recobrar a Marx mientras, con una operación
análoga, borran la historia ininterrumpida, sin mayúsculas, del
movimiento obrero, la única sobre la que, tanto en sus fracasos como
en sus andanzas, y a pesar de la violencia de sus choques, hoy el
comunismo puede volverse a situar en su profundidad histórica. Sin
embargo, no confundiremos a esos autoproclamados “marxianos” que
llegaron tarde, más o menos perfumados con neoestalinismo, con otras
dos categorías que usan el mismo vocablo. Otros “marxianos”
actuales no tienen los mismos trapos sucios, y se contentan con
expresar de ese modo que defienden a Marx y al comunismo, mientras
permanecen muy distantes del movimiento obrero, sus partidos y sus
sindicatos, no por memoria selectiva, sino porque no tienen o han
perdido el sentido de lo que implica hacer política –por esto
persiguen, como parte de los comentadores de la Idea, el repliegue en
el concepto que, hace algún tiempo, Anderson había identificado
esquemáticamente como marca de fábrica del “marxismo occidental”.
La tercera categoría de “marxianos” es muy anterior a 1989.
Heredera de las primeras oposiciones de izquierda, estas se oponían
desde la posguerra, rechazando tanto al capitalismo como al
estalinismo, a este “marxismo” (declinando en “leninismo”,
luego en “maoísmo”, etc.) que desde los años 1920 se había
constituido objetivamente en ideología al servicio de la
contrarrevolución. Esta tradición acusó con frecuencia al
trotskismo de haber intentado combatir al estalinismo dejándole
equivocadamente la elección de las armas, por lo tanto participando
de su contrarrevolución desde el interior. A la inversa se le pudo
reprochar su pretención al ni Moscú-ni Washington, posición que
efectivamente fue cómoda para algunos (que por otra parte se
derechizaron y abandonaron a Marx, participando finalmente, desde el
exterior, esta vez en la contrarrevolución), pero que para otros fue
estar al filo de la navaja, posición difícil de mantener, inclusive
funesta (fueron atacados de todos lados, incluso engullidos en la
represión).
Esta configuración contrastada del
“marxiano”, y el uso balbuceante de nunca acabar de ese “yo no
soy marxista” pronunciado una vez por Marx, no autoriza entonces
ninguna interpretación unilateral. Para evitar perderse, una sola
brújula: el comunismo que en 1848 era la teoría y la praxis “de
las condiciones de la liberación del proletariado”, hoy será la
teoría y la praxis de las condiciones de la liberación de los
proletarios del siglo XXI, sean jóvenes o viejos: los trabajadores
explotados, precarizados, más o menos oprimidos además por su
género o su etnia, por la clase capitalista, sus capataces estatales
o sus aliados reaccionarios. Actualmente empleados o desocupados,
estudiantes o jubilados, han hecho, hacen o harán girar los
diferentes sectores de la producción y de la reproducción sociales
mediante su fuerza de trabajo, y componen este vasto ejército
industrial activo o de reserva que el capital ha necesitado siempre.
¿Qué hacer, entonces, para que la Idea se reapropie de las masas
–es decir, que esas masas se reapropien de ella, le hagan perder su
mayúscula y que vuelva a ser una fuerza material?
2. Estrategia dialéctica y necesidad
histórica.
La dualidad entre “fines pretendidos”
y “movimiento real”, las oscilaciones del vínculo
socialismo-comunismo, y más ampliamente la ausencia de teoría
unificada del comunismo en Marx expresan el carácter radicalmente
dialéctico e histórico del concepto. Solo una visión
antidialéctica y ahistórica puede proponer una teoría acabada de
una sociedad que no existe todavía (en donde el “movimiento real”
desaparecería), al igual que simultáneamente, la ausencia total de
anticipación racional conduce a navegar de una manera puramente
pragmática y lógicamente oportunista (desvaneciendo todo “fin”
esta vez). Marx quería evitar esos escollos: la dialéctica
solidariza orgánicamente el análisis científico de la situación
existente, y el movimiento prospectivo hacia la situación posible y
deseable. Ella es este pensamiento negativo, decía Marcuse en su
prefacio de 1954 a Razón y revolución, capaz de pensar lo que es,
en los términos de lo que no es. Las normas y las posibilidades
impregnan los hechos, y esta negatividad que los trabaja desde el
interior es lo que hace justicia a la dialéctica, por eso para Marx
es “en su esencia, crítica y revolucionaria”. Porque “en la
concepción positiva de lo existente se incluye la concepción de su
negación, de su destrucción necesaria; porque conoce cada forma
hecha en el fluir del movimiento y por lo tanto también su aspecto
perecedero.” (prefacio de 1873 al Libro I de El Capital).
En las antípodas de toda
inevitabilidad del aplastamiento del capitalismo y de la revolución
proletaria, esta estrategia dialéctica no incluía, en materia de
teoría de las condiciones de la transición revolucionaria del
capitalismo al comunismo, ningún a priori mecánico sobre la
naturaleza del ritmo, de las “etapas” que las sociedades y sus
proletariados a escala mundial supuestamente seguirían, ni ha
presentado una solicitud de patente sobre el nombre a dar a este
período de transición –lección cuya principal heredera es la ley
trotskista del desarrollo desigual y combinado. Marx y Engels han
inferido de las contradicciones del capitalismo una tendencia
objetiva a la radicalización explosiva de la lucha de clases, pero,
lúcidos sobre las contratendencias simultáneamente en marcha,
sabían bien que el capitalismo no es ni natural, ni insuperable, sin
embargo, no hay garantía de que a imagen de una ley de la naturaleza
una revolución sea su ronda ineluctable”. Hoy todo el mundo está
de acuerdo en el rechazo al “necesitarismo” y a las escatologías.
Sin embargo hay una necesidad en marcha: el capitalismo sólo será
abolido en virtud del peso de sus contradicciones internas, y no
gracias a cualquier poder exterior, transcendente, milagroso. Pero
decir que si perece, es necesariamente por sus contradicciones
internas, no es decir que el capitalismo perecerá necesariamente. En
resumen, no hay que equivocarse de “necesidad”: la única
racionalmente defendible –dejando de lado la hipótesis de un
apocalipsis nuclear– es la de una destrucción voluntaria y
organizada del capitalismo realizada por un proletariado que habría
logrado reunificarse.
Por heterogéneo y dividido que esté
en cada país y a la escala de los cinco continentes, no se podría
decretar de antemano que no será capaz de lograrlo: los hombres
hacen su historia sobre la base de las condiciones anteriores, y
ninguna colonización del futuro es legítima. Por lo tanto, es
necesario prepararse siempre para todo, en particular repetía Lenin,
para lo improbable.
3. Comunismo e izquierdismo: la
autocrítica para la autoorganización
“Las revoluciones no se hacen con
leyes”.
El Capital, Libro I, c. XXIV
Por lo tanto, es mayor la diferencia
entre puntualizar de manera idealista o mecánica etapas definidas
abstractamente, y decir que la revolución se hará progresivamente,
en consecuencia por definición por etapas, mientras se establece que
esas etapas o ritmos, y las consignas transitorias que las suscitarán
o las orientarán, seguirán las singularidades y las prioridades de
los contextos geopolíticos. Hecha con rasgos viejos y nuevos,
inestable, híbrida, contradictoria, toda experiencia revolucionaria
ha ilustrado e ilustrará la necesidad evidente de tener que hacerse
cargo siempre de todo, sin por eso poder resolverlo, inmediatamente.
La dictadura del proletariado sigue
siendo hoy la traducción más consciente de esta hibridez, en
consecuencia, un concepto estratégico mayor, por una primera razón,
simple: es impuesta por la permanencia de la dictadura del capital,
cualquiera sea el color de la pantalla de humo sobre el fondo de la
cual esta sacude periódicamente sus nuevos trajes, con cascabeles
reformistas al tono. En segundo lugar, sin hablar de las
imprecisiones que afectan a las múltiples “indignaciones”
nacionales, lo sigue siendo porque el “socialismo del siglo XXI”
a lo Chávez por ejemplo, acompaña estas peligrosas ilusiones de las
que, sin embargo, Marx se había librado definitivamente con la
generalización de la contrarrevolución en Europa después de 1848,
al sacar la conclusión de que la destrucción del Estado burgués
era un elemento cardinal de la transición revolucionaria. No
obstante, las pruebas del siglo XX imponen, por
la credibilidad de toda invocación a la dictadura del proletariado,
que se movilice absolutamente todo para que su contenido real sea,
como fin y como medio, la auto-organización máxima del proletariado,
con la cual, únicamente además, este podrá reconquistar no sólo
su consciencia de sí, sino sobre todo, su confianza en sí. La tan
renovada comprensión del “siglo soviético” exige entonces de
forma complementaria una autocrítica radical y uno de los caminos
consistirá en volver a explorar la polémica entre comunismo e
izquierdismo a la que Lenin otorga sus cartas de nobleza en
1918-1920.
Ser comunista antes era tener que
evitar tanto las desviaciones de derecha (oportunistas) como las,
puristas, de izquierda (izquierdismo) –aún cuando las dos no
fueran de igual naturaleza. Ahora bien si nos hace falta volver a
calibrar el “comunismo” a la medida del siglo XXI, entonces, lo
que hay detrás de este término “izquierdismo”, ha sido
reprimido después por el estalinismo, pero también ha sido
minimizado en los trotskismos, debe ser objeto de un balance y de una
evaluación metódicas: la tensión comunismo-izquierdismo fue una
tensión inestable, dialéctica e histórica, nos concierne entonces
redialectizarla y rehistorizarla. El peor error para un marxista
consiste en grabar en el mármol lo que solo se escribe en la tierra.
Por un lado reconoceremos con algunas
ultraizquierdas que efectivamente se cometieron diluciones y
abdicaciones funestas, desde 1945, en nombre del “frente único”,
y podrían cometerse aún. Por el otro, acompañaremos lo que Paul
Valéry decía de la moral kantiana: que tiene las manos limpias
porque no tiene manos –que algunas posturas oposicionistas tienen,
de lejos, por demasiado desdialectizada y descontextualizada la
relación de fines y medios. Estos dilemas son solidarios con los
desacuerdos sobre el status y los efectos de la estatización en URSS
(“colectivismo burocrático” vs “capitalismo de Estado” vs
“estado obrero burocráticamente degenerado”…), sobre la
naturaleza del rol del partido y de las direcciones revolucionarias,
o también sobre la concepción de la vanguardia de los trabajadores.
Estos desacuerdos persisten, impiden un balance plenamente común y
por lo tanto elaborar una estrategia común. Pero esto no tiene nada
de inoportuno, una unidad para la unidad ecuménica no es más
fecunda en teoría que en política más que si ella era tiránica, y
el pluralismo conflictual de la democracia obrera no ha sido nunca un
freno a la acción racional: lo que importa, es lo que es
políticamente correcto defender. Ahora bien si, por una parte, es
correcto que algunos compromisos históricos sólo se superen con el
olvido: lo que fue el estalinismo prohíbe absolutamente toda
benevolencia con los neoestalinismos –y hará falta mucho tiempo–,
por el contrario hay otros litigios (sobre 1917-1924 naturalmente)
para los que semejante espera sería errónea, porque existe un
terreno suficiente para negociaciones que, aunque no se escuchen en
el comienzo, al menos podrían intentarlo operacionalmente en el
final. En efecto, en un cierto grado de generalidad las diversas
oposiciones de izquierda, desde 1918, de Ossinski en Rusia a
Luxemburgo en Alemania y a los consejismos, hasta la Oposición
Conjunta de 1926 en la que Trotsky aseguró el liderazgo como
reacción al galopante Termidor soviético, y los herederos de todas
estas corrientes, todos comparten la norma fundadora de la Asociación
Internacional de los Trabajadores en 1864 que sigue siendo, más allá de los
destinos de la II y III Internacionales, el acicate de la
reconstrucción a llevar adelante. “La emancipación de los
trabajadores será obra de los trabajadores mismos”: lo que cuenta,
entonces, es el reconocimiento de la centralidad de la
auto-organización del proletariado, y de la existencia de una sola y
única brújula para la lucha de clases: ¿qué es lo que unifica y
fortalece duraderamente, o no, y cómo aumenta la conciencia de la
posición y de la fuerza de los trabajadores? Sartre dijo: “cada
vez que me he equivocado, es que no he sido bastante radical”.
Nuestra responsabilidad es hacer vivir el marxismo con esta
radicalidad por la cual es capaz de comprender y digerir su propia
historia, y luego renacer de ella.
Trotsky atacaba de esta manera, sin
concesiones, en 1923 en El nuevo curso, a esta burocracia que ya
separaba al partido de las masas en todas direcciones. Pero otros lo
habían precedido. Por lo que a nosotros respecta, reivindicar con
fuerza la teoría de la revolución permanente, y remontarnos, contra
él y Lenin en caso de necesidad, a algunas precoces lecciones de los
“izquierdismos” que todavía no han sido suficientemente
escuchadas, no son de ningún modo cosas incompatibles. Asumir
frontalmente hoy que nunca más ninguna mayúscula merecerá el
sacrificio de los proletarios en lucha sería una expresión, una
entre otras desde luego, pero una particularmente entusiasmante y
ofensiva, de un nuevo curso del comunismo revolucionario.
Traducción: Rossana Cortez.