lunes, 2 de septiembre de 2013

Por Un Nuevo Curso Del Comunismo Revolucionario.

Emmanuel Barot.

El “comunismo” ha regresado estos últimos años a la escena pública, emblemáticamente bajo el rostro de una “Idea” en torno a la cual se mueven algunos grandes nombres de la “izquierda de la izquierda” europea. ¿Qué hacer, entonces, para que la Idea se reapropie de las masas –es decir, que esas masas se reapropien de ella, le hagan perder su mayúscula y que vuelva a ser una fuerza material–?

“No hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de lograr, ni más peligroso de manejar que aventurarse a introducir nuevas instituciones; porque quien las ha introducido tiene como enemigos a todos aquellos que se beneficiaban con el viejo orden, y sólo tiene tibios defensores en aquellos que se benefician con el nuevo orden. La tibieza en ellos proviene por un lado del temor a los adversarios que tienen la legislación antigua de su parte, también por otro de la incredulidad de los hombres en las cosas nuevas si no ven ya realizada una experiencia segura”. Maquiavelo, El príncipe, 1513

Se lo creía definitivamente enterrado con el muro de Berlín, y sin embargo, gracias a una conflictividad social proporcionada por los efectos de la crisis del capitalismo mundial, el “comunismo” ha regresado estos últimos años a la escena pública, emblemáticamente bajo el rostro de esta “Idea” en torno a la cual, luego de una ambiciosa “Conferencia de Londres” en 2008, se mueven algunos grandes nombres de la “izquierda de la izquierda” europea (Badiou, Zizek, Negri, Balibar, etc.). Muy plástica, esta Idea se benefició del estancamiento del altermundialismo al recombinar algunas de sus mayores ilusiones: en esas “multitudes” que supuestamente hacen la revolución en un Imperio acéfalo, mediante las redes sociales y “sin tomar el poder”, o también en las virtudes salvadoras de “Acontecimientos” que saltean milagrosamente la prosaica pesadez histórica, ilusiones que germinan de la supuesta descomposición del “Sujeto” proletario de la historia. Pero el gran relato ideológico del postmodernismo se ha quitado la máscara, y el postmarxismo de la Idea se estrella contra las experiencias contemporáneas de autogestión y de control obreros, y más ampliamente contra esas contagiosas indignaciones y semirrevoluciones que, desde 2011, manifiestan cada vez un poco más que, detrás de la convergencia de las aspiraciones de estos pueblos en rebeldía, hasta e incluyendo los contrastes visibles directamente sobre sus formas espontáneas, en última instancia sigue jugándose el drama histórico de las clases en lucha.

Desde luego, en un capitalismo más desinhibido que nunca, ese regreso de la Idea ha marcado un paso en la salida de la autocensura y la culpabilidad histórica asociadas al estalinismo y sus abortos, y en la letra, ha alimentado ese “arte estratégico” por el que Bensaïd militó hasta el final (aunque eso no siempre haya sido suficiente para disociarlo claramente de esos prosistas de moda). Pero, ¿a qué precio, en verdad? De la letra al espíritu, y del espíritu a la acción, el abismo es inmenso, quizás infranqueable.

1. Al son de “la Idea”, bajo un aspecto “marxiano”, comunismos sin socialismo y sin política.

El “comunismo” como reparto y puesta en común de los principales medios materiales de existencia (ante todo, la tierra) ha sido el destino transitorio, bajo formas relativamente rudimentarias, de algunas sociedades primitivas. Luego se ha convertido en una aspiración esencialmente moral, a veces cruzada con el cristianismo, y bajo la forma de ciudades ideales desde la antigua república de Platón hasta la Icaria de Cabet pasando por la isla de Utopía de Tomás Moro. El comunismo no se ha enunciado como verdadero proyecto político hasta el siglo XIX, en la estela de 1789: espectro de la destitución del capitalismo en auge, rechazo ofensivo al destino atroz que este infligía a su “secreto vergonzoso”, fuente sobreexplotada de su riqueza y de su desarrollo planetario, el proletariado, nacido de un “pueblo” que antaño había unido fuerzas sociales de contornos inciertos contra el feudalismo, y en lo sucesivo separado en clases absolutamente antagónicas. Por eso Engels en los Principios del comunismo en 1848 lo definía como la “negación” del poder burgués y, positivamente, como la “teoría de las condiciones de la liberación del proletariado”, resumiendo así el contenido del nuevo “Partido” histórico a apropiarse del que Marx y él escribían entonces el Manifiesto.

Entre los años 1830-40 de génesis de su contenido político, y los debates de la Primera Internacional luego de la socialdemocracia alemana, usaron los dos términos “comunismo” y “socialismo” a veces como sinónimos, o haciendo variar el sentido de su distinción, incluso solo utilizando uno de los dos. Frente a los modelos industrial-cooperativistas de Owen y Saint-Simon, a los falansterios de Fourier, poco a poco se impuso el emblemático “socialismo científico” del que, sin embargo, La ideología alemana ya había fijado lo esencial con el término “comunismo”, entonces planteado como sinónimo de “materialismo práctico”, y como “ni un estado que debe ser creado, ni un ideal al que debe ajustarse la realidad”, sino al contrario el “movimiento real que suprime el estado actual”, cuyas “condiciones” “resultan de las premisas actualmente existentes”. Pero un movimiento orientado por los proletarios según una meta consciente, un objetivo, un fin, aunque sea aproximativo: una nueva asociación de hombres desalienados, liberados de la propiedad privada y de la mercantilización de su ser individual y social, basado en un nuevo modo de producción racionalmente planificado habiendo abolido las clases y el Estado. Solo con Lenin en El Estado y la revolución el “socialismo” es homologado formalmente (y en el doble contexto muy particular de la situación rusa y del verano de 1917) con la fase transitoria de la dictadura del proletariado, preludio “inferior”, económico-estatista, del comunismo considerado como su “fase superior”.

La distinción fue canonizada y utilizada luego por el contrarrevolucionario “socialismo en un solo país”, que finalmente se hundió antes del pasaje previsto al estadío final. Desde entonces, cuando un Badiou habla del comunismo auténtico sugiriendo que no tiene nada que ver con la historia de ese “socialismo” reducida al estalinismo, ¿qué otra cosa hace, sino acompañar la misma antidialéctica? Él se dice postmarxista, mientras que otros ahora se dicen “marxianos” y pretenden separar la paja del trigo, recobrar a Marx mientras, con una operación análoga, borran la historia ininterrumpida, sin mayúsculas, del movimiento obrero, la única sobre la que, tanto en sus fracasos como en sus andanzas, y a pesar de la violencia de sus choques, hoy el comunismo puede volverse a situar en su profundidad histórica. Sin embargo, no confundiremos a esos autoproclamados “marxianos” que llegaron tarde, más o menos perfumados con neoestalinismo, con otras dos categorías que usan el mismo vocablo. Otros “marxianos” actuales no tienen los mismos trapos sucios, y se contentan con expresar de ese modo que defienden a Marx y al comunismo, mientras permanecen muy distantes del movimiento obrero, sus partidos y sus sindicatos, no por memoria selectiva, sino porque no tienen o han perdido el sentido de lo que implica hacer política –por esto persiguen, como parte de los comentadores de la Idea, el repliegue en el concepto que, hace algún tiempo, Anderson había identificado esquemáticamente como marca de fábrica del “marxismo occidental”. La tercera categoría de “marxianos” es muy anterior a 1989. Heredera de las primeras oposiciones de izquierda, estas se oponían desde la posguerra, rechazando tanto al capitalismo como al estalinismo, a este “marxismo” (declinando en “leninismo”, luego en “maoísmo”, etc.) que desde los años 1920 se había constituido objetivamente en ideología al servicio de la contrarrevolución. Esta tradición acusó con frecuencia al trotskismo de haber intentado combatir al estalinismo dejándole equivocadamente la elección de las armas, por lo tanto participando de su contrarrevolución desde el interior. A la inversa se le pudo reprochar su pretención al ni Moscú-ni Washington, posición que efectivamente fue cómoda para algunos (que por otra parte se derechizaron y abandonaron a Marx, participando finalmente, desde el exterior, esta vez en la contrarrevolución), pero que para otros fue estar al filo de la navaja, posición difícil de mantener, inclusive funesta (fueron atacados de todos lados, incluso engullidos en la represión).

Esta configuración contrastada del “marxiano”, y el uso balbuceante de nunca acabar de ese “yo no soy marxista” pronunciado una vez por Marx, no autoriza entonces ninguna interpretación unilateral. Para evitar perderse, una sola brújula: el comunismo que en 1848 era la teoría y la praxis “de las condiciones de la liberación del proletariado”, hoy será la teoría y la praxis de las condiciones de la liberación de los proletarios del siglo XXI, sean jóvenes o viejos: los trabajadores explotados, precarizados, más o menos oprimidos además por su género o su etnia, por la clase capitalista, sus capataces estatales o sus aliados reaccionarios. Actualmente empleados o desocupados, estudiantes o jubilados, han hecho, hacen o harán girar los diferentes sectores de la producción y de la reproducción sociales mediante su fuerza de trabajo, y componen este vasto ejército industrial activo o de reserva que el capital ha necesitado siempre. ¿Qué hacer, entonces, para que la Idea se reapropie de las masas –es decir, que esas masas se reapropien de ella, le hagan perder su mayúscula y que vuelva a ser una fuerza material?

2. Estrategia dialéctica y necesidad histórica.

La dualidad entre “fines pretendidos” y “movimiento real”, las oscilaciones del vínculo socialismo-comunismo, y más ampliamente la ausencia de teoría unificada del comunismo en Marx expresan el carácter radicalmente dialéctico e histórico del concepto. Solo una visión antidialéctica y ahistórica puede proponer una teoría acabada de una sociedad que no existe todavía (en donde el “movimiento real” desaparecería), al igual que simultáneamente, la ausencia total de anticipación racional conduce a navegar de una manera puramente pragmática y lógicamente oportunista (desvaneciendo todo “fin” esta vez). Marx quería evitar esos escollos: la dialéctica solidariza orgánicamente el análisis científico de la situación existente, y el movimiento prospectivo hacia la situación posible y deseable. Ella es este pensamiento negativo, decía Marcuse en su prefacio de 1954 a Razón y revolución, capaz de pensar lo que es, en los términos de lo que no es. Las normas y las posibilidades impregnan los hechos, y esta negatividad que los trabaja desde el interior es lo que hace justicia a la dialéctica, por eso para Marx es “en su esencia, crítica y revolucionaria”. Porque “en la concepción positiva de lo existente se incluye la concepción de su negación, de su destrucción necesaria; porque conoce cada forma hecha en el fluir del movimiento y por lo tanto también su aspecto perecedero.” (prefacio de 1873 al Libro I de El Capital).

En las antípodas de toda inevitabilidad del aplastamiento del capitalismo y de la revolución proletaria, esta estrategia dialéctica no incluía, en materia de teoría de las condiciones de la transición revolucionaria del capitalismo al comunismo, ningún a priori mecánico sobre la naturaleza del ritmo, de las “etapas” que las sociedades y sus proletariados a escala mundial supuestamente seguirían, ni ha presentado una solicitud de patente sobre el nombre a dar a este período de transición –lección cuya principal heredera es la ley trotskista del desarrollo desigual y combinado. Marx y Engels han inferido de las contradicciones del capitalismo una tendencia objetiva a la radicalización explosiva de la lucha de clases, pero, lúcidos sobre las contratendencias simultáneamente en marcha, sabían bien que el capitalismo no es ni natural, ni insuperable, sin embargo, no hay garantía de que a imagen de una ley de la naturaleza una revolución sea su ronda ineluctable”. Hoy todo el mundo está de acuerdo en el rechazo al “necesitarismo” y a las escatologías. Sin embargo hay una necesidad en marcha: el capitalismo sólo será abolido en virtud del peso de sus contradicciones internas, y no gracias a cualquier poder exterior, transcendente, milagroso. Pero decir que si perece, es necesariamente por sus contradicciones internas, no es decir que el capitalismo perecerá necesariamente. En resumen, no hay que equivocarse de “necesidad”: la única racionalmente defendible –dejando de lado la hipótesis de un apocalipsis nuclear– es la de una destrucción voluntaria y organizada del capitalismo realizada por un proletariado que habría logrado reunificarse.

Por heterogéneo y dividido que esté en cada país y a la escala de los cinco continentes, no se podría decretar de antemano que no será capaz de lograrlo: los hombres hacen su historia sobre la base de las condiciones anteriores, y ninguna colonización del futuro es legítima. Por lo tanto, es necesario prepararse siempre para todo, en particular repetía Lenin, para lo improbable.

3. Comunismo e izquierdismo: la autocrítica para la autoorganización

“Las revoluciones no se hacen con leyes”.
  El Capital, Libro I, c. XXIV

Por lo tanto, es mayor la diferencia entre puntualizar de manera idealista o mecánica etapas definidas abstractamente, y decir que la revolución se hará progresivamente, en consecuencia por definición por etapas, mientras se establece que esas etapas o ritmos, y las consignas transitorias que las suscitarán o las orientarán, seguirán las singularidades y las prioridades de los contextos geopolíticos. Hecha con rasgos viejos y nuevos, inestable, híbrida, contradictoria, toda experiencia revolucionaria ha ilustrado e ilustrará la necesidad evidente de tener que hacerse cargo siempre de todo, sin por eso poder resolverlo, inmediatamente.

La dictadura del proletariado sigue siendo hoy la traducción más consciente de esta hibridez, en consecuencia, un concepto estratégico mayor, por una primera razón, simple: es impuesta por la permanencia de la dictadura del capital, cualquiera sea el color de la pantalla de humo sobre el fondo de la cual esta sacude periódicamente sus nuevos trajes, con cascabeles reformistas al tono. En segundo lugar, sin hablar de las imprecisiones que afectan a las múltiples “indignaciones” nacionales, lo sigue siendo porque el “socialismo del siglo XXI” a lo Chávez por ejemplo, acompaña estas peligrosas ilusiones de las que, sin embargo, Marx se había librado definitivamente con la generalización de la contrarrevolución en Europa después de 1848, al sacar la conclusión de que la destrucción del Estado burgués era un elemento cardinal de la transición revolucionaria. No obstante, las pruebas del siglo XX imponen, por la credibilidad de toda invocación a la dictadura del proletariado, que se movilice absolutamente todo para que su contenido real sea, como fin y como medio, la auto-organización máxima del proletariado, con la cual, únicamente además, este podrá reconquistar no sólo su consciencia de sí, sino sobre todo, su confianza en sí. La tan renovada comprensión del “siglo soviético” exige entonces de forma complementaria una autocrítica radical y uno de los caminos consistirá en volver a explorar la polémica entre comunismo e izquierdismo a la que Lenin otorga sus cartas de nobleza en 1918-1920.

Ser comunista antes era tener que evitar tanto las desviaciones de derecha (oportunistas) como las, puristas, de izquierda (izquierdismo) –aún cuando las dos no fueran de igual naturaleza. Ahora bien si nos hace falta volver a calibrar el “comunismo” a la medida del siglo XXI, entonces, lo que hay detrás de este término “izquierdismo”, ha sido reprimido después por el estalinismo, pero también ha sido minimizado en los trotskismos, debe ser objeto de un balance y de una evaluación metódicas: la tensión comunismo-izquierdismo fue una tensión inestable, dialéctica e histórica, nos concierne entonces redialectizarla y rehistorizarla. El peor error para un marxista consiste en grabar en el mármol lo que solo se escribe en la tierra.

Por un lado reconoceremos con algunas ultraizquierdas que efectivamente se cometieron diluciones y abdicaciones funestas, desde 1945, en nombre del “frente único”, y podrían cometerse aún. Por el otro, acompañaremos lo que Paul Valéry decía de la moral kantiana: que tiene las manos limpias porque no tiene manos –que algunas posturas oposicionistas tienen, de lejos, por demasiado desdialectizada y descontextualizada la relación de fines y medios. Estos dilemas son solidarios con los desacuerdos sobre el status y los efectos de la estatización en URSS (“colectivismo burocrático” vs “capitalismo de Estado” vs “estado obrero burocráticamente degenerado”…), sobre la naturaleza del rol del partido y de las direcciones revolucionarias, o también sobre la concepción de la vanguardia de los trabajadores. Estos desacuerdos persisten, impiden un balance plenamente común y por lo tanto elaborar una estrategia común. Pero esto no tiene nada de inoportuno, una unidad para la unidad ecuménica no es más fecunda en teoría que en política más que si ella era tiránica, y el pluralismo conflictual de la democracia obrera no ha sido nunca un freno a la acción racional: lo que importa, es lo que es políticamente correcto defender. Ahora bien si, por una parte, es correcto que algunos compromisos históricos sólo se superen con el olvido: lo que fue el estalinismo prohíbe absolutamente toda benevolencia con los neoestalinismos –y hará falta mucho tiempo–, por el contrario hay otros litigios (sobre 1917-1924 naturalmente) para los que semejante espera sería errónea, porque existe un terreno suficiente para negociaciones que, aunque no se escuchen en el comienzo, al menos podrían intentarlo operacionalmente en el final. En efecto, en un cierto grado de generalidad las diversas oposiciones de izquierda, desde 1918, de Ossinski en Rusia a Luxemburgo en Alemania y a los consejismos, hasta la Oposición Conjunta de 1926 en la que Trotsky aseguró el liderazgo como reacción al galopante Termidor soviético, y los herederos de todas estas corrientes, todos comparten la norma fundadora de la Asociación Internacional de los Trabajadores en 1864 que sigue siendo, más allá de los destinos de la II y III Internacionales, el acicate de la reconstrucción a llevar adelante. “La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”: lo que cuenta, entonces, es el reconocimiento de la centralidad de la auto-organización del proletariado, y de la existencia de una sola y única brújula para la lucha de clases: ¿qué es lo que unifica y fortalece duraderamente, o no, y cómo aumenta la conciencia de la posición y de la fuerza de los trabajadores? Sartre dijo: “cada vez que me he equivocado, es que no he sido bastante radical”. Nuestra responsabilidad es hacer vivir el marxismo con esta radicalidad por la cual es capaz de comprender y digerir su propia historia, y luego renacer de ella.

Trotsky atacaba de esta manera, sin concesiones, en 1923 en El nuevo curso, a esta burocracia que ya separaba al partido de las masas en todas direcciones. Pero otros lo habían precedido. Por lo que a nosotros respecta, reivindicar con fuerza la teoría de la revolución permanente, y remontarnos, contra él y Lenin en caso de necesidad, a algunas precoces lecciones de los “izquierdismos” que todavía no han sido suficientemente escuchadas, no son de ningún modo cosas incompatibles. Asumir frontalmente hoy que nunca más ninguna mayúscula merecerá el sacrificio de los proletarios en lucha sería una expresión, una entre otras desde luego, pero una particularmente entusiasmante y ofensiva, de un nuevo curso del comunismo revolucionario.

Traducción: Rossana Cortez.